Por Ricardo Lammertyn. Cada tanto alguien denuncia que es víctima de una calumnia en algún medio digital. El dedo acusador apunta a veces a los buscadores (sobre todo a Google) en lugar de enfocarse en la fuente. El tema, en realidad, es otro: el de la construcción de la reputación en el inevitable mundo digital.
Según Live Stats, hay casi 1.800 millones de páginas web activas en el planeta. La generación de contenido accesible al gran público se democratizó masivamente, ya sin vuelta atrás. Nadie puede controlar lo que dicen miles de millones de fuentes. La contracara es que a veces internet comete injusticias: no distingue a un narcotraficante de un cirujano que salva vidas, si se llaman del mismo modo. Tampoco evita que cualquiera tenga acceso a una calumnia escrita en el blog de un mercenario.
La confusión de homónimos es, mayormente, una limitación tecnológica. Un nombre y un apellido son, para la red, ceros y unos. La inteligencia artificial no puede diferenciar a dos personas que se llaman igual, aunque sus cualidades morales sean opuestas. No sabemos si alguna vez lo logrará. Y si lo hace, vamos a tener que decidir si queremos que un algoritmo distinga a buenos de malos. Probablemente no.
Sobre el acceso a fuentes calumniosas, el problema tecnológico lleva a otro conceptual: un buscador conecta millones de algoritmos. Harían falta cientos de miles de empleados (infalibles) dedicados a corregir a la inteligencia artificial, que no distingue fuentes calumniosas de verdaderas. Imposible. Y también indeseable: Google o Yahoo! se convertirían en jueces que deciden quién miente y quién dice la verdad. Mejor proteger la libertad de expresión, y en todo caso demandar por calumnias o injurias al sitio que origina la información falsa, no a los que la indexan. Hay legislación que contempla eso.
Así las cosas, las personas y las organizaciones van entendiendo que ya no hay otra reputación que la digital. De ahí la vigencia de lo más básico para navegar estos tiempos:
Social listening. Llevar, en tiempo real, el pulso de la conversación digital con un sistema adecuado de alertas. Entender qué, quién, cómo, dónde y por qué se dice lo que se dice. Hay herramientas de todo tipo, de las caras y las no tanto.
Un protocolo. Un sistema ágil de reporte para que se enteren los que se tengan que enterar sin demoras. Mensajes preaprobados y un sistema de toma de decisiones que permita responder, cuando corresponda, en pocos minutos. Reaccionar tarde es reaccionar mal.
Construcción de la huella digital. La reputación, al final, es una cuestión de balance: más contenido positivo que negativo sobre una persona o una marca, y con más alcance. Construir proactivamente una historia todos los días, entre otras cosas, genera un escudo de protección para cuando viene la crisis. Por eso, salvo excepciones, cultivar el perfil bajo es condenarse a la vulnerabilidad.
Las leyes caminan lentas detrás de una tecnología que va rápido. Construir reputación digital es un must: la memoria colectiva es cada vez más amplia, documentada e implacable. Quizá Borges prefiguraba Internet cuando imaginó a Funes, el memorioso.
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